Durante los últimos años, la política de seguridad en México ha sido objeto de intensos debates, especialmente a raíz de la estrategia implementada por el presidente Andrés Manuel López Obrador, resumida en la polémica frase: “abrazos, no balazos”. Esta consigna, en apariencia pacifista, pretendía representar un enfoque humanista orientado a atender las causas sociales de la violencia en lugar de confrontarla directamente. No obstante, conforme avanzaron los años, los resultados fueron cada vez más cuestionables, al punto de generar un profundo reclamo social ante la persistencia —y en algunos rubros, el agravamiento— de la violencia, los asesinatos y, particularmente, las desapariciones forzadas.
En este contexto, el inicio de la administración de Claudia Sheinbaum ha marcado un punto de inflexión. Desde los primeros días de su gobierno, se han implementado acciones directas contra la delincuencia organizada, que incluyen detenciones relevantes, decomisos sustantivos y la captura de funcionarios municipales presuntamente coludidos con grupos delictivos. Esta contundencia contrasta de forma evidente con el proceder de su antecesor, aunque resulta paradójico que, en sus declaraciones públicas, Sheinbaum insista en la inexistencia de cambios en la estrategia de seguridad nacional.
Dicha contradicción entre el discurso oficial y los hechos verificables constituye uno de los ejes más reveladores del momento político actual. El gobierno de Sheinbaum, pese a su retórica de continuidad, ha asumido una postura mucho más activa y frontal ante el crimen organizado, lo cual permite inferir una transformación en la concepción misma de la seguridad pública. Esto no implica necesariamente un giro ideológico, sino una respuesta pragmática a una realidad nacional insostenible: la de miles de víctimas que, durante años, padecieron los efectos de una estrategia que, en la práctica, fue percibida como permisiva, y que hoy empieza a ser cuestionada por su posible vínculo estructural con redes criminales.
En efecto, distintas investigaciones periodísticas han comenzado a revelar señalamientos preocupantes acerca de una posible connivencia entre el gobierno de López Obrador y ciertos grupos delictivos, lo cual pondría en entredicho la autenticidad del modelo pacifista que se promovía. Más allá de las conjeturas, algunos indicios han captado la atención del gobierno de los Estados Unidos, donde supuestamente se desarrollan investigaciones criminales en curso. En caso de confirmarse estas sospechas, la narrativa de la “pacificación” podría derivar en un escándalo de implicaciones internacionales.
En ese tenor, otro factor decisivo para comprender el viraje de Sheinbaum es la presión ejercida por el expresidente Donald Trump, quien cumplió su amenaza y ya clasificó a los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas. Esta amenaza desde el inicio de la administración trumpista, lejos de ser retórica, fue acompañada por exigencias diplomáticas y una creciente presión para que México entregara a criminales buscados por la justicia estadounidense, lo cual ocurrió en varios casos emblemáticos. Si bien el cambio en la estrategia ya se perfilaba, estas circunstancias externas contribuyeron a acelerar la implementación de una política más agresiva y cooperativa en materia de seguridad.
Desde una perspectiva jurídica, el nuevo enfoque de Sheinbaum también se distancia del pasado. La persecución de funcionarios corruptos y la activación de mecanismos institucionales para desarticular redes de colusión entre autoridades locales y crimen organizado sugieren una recuperación del principio de legalidad y del imperio de la ley como eje rector del Estado. En términos sociales, la nueva política parece atender el clamor popular de una ciudadanía cada vez más harta de vivir bajo el yugo del miedo, la impunidad y la violencia.
Por lo cual se concluye que Claudia Sheinbaum ha iniciado un nuevo paradigma en la política de seguridad en México, caracterizado por un mayor énfasis en la acción directa, el uso estratégico de los recursos del Estado y la ruptura, aunque negada, con el modelo anterior. Esta transformación no solo responde a presiones externas o cálculos políticos, sino a una necesidad inaplazable de restaurar el tejido social y la confianza ciudadana en las instituciones. El reto, sin embargo, será sostener este impulso sin caer en prácticas autoritarias ni en simulaciones que, como en el pasado, perpetúen la impunidad bajo nuevos rostros y nuevas promesas.
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