El nuevo acuerdo sobre alimentación escolar entrará en vigor el primero de abril, imponiendo restricciones en la venta y consumo de alimentos dentro de las escuelas, pero sin un respaldo claro del sistema de salud pública.
Aunque es innegable la urgencia de combatir la mala alimentación infantil, esta medida deja a los docentes con una carga adicional, exigiéndoles funciones que van más allá de su labor educativa.
Sin el acompañamiento del sistema de salud y campañas de concienciación, serán las escuelas quienes enfrenten los conflictos derivados de esta regulación, poniendo en duda su viabilidad y eficacia.
El próximo primero de abril entrará en vigor, de manera obligatoria, el acuerdo que regula no solo la venta de alimentos en las cafeterías escolares, sino también el consumo de ciertos productos dentro de las instalaciones educativas. Este ordenamiento, publicado hace ya 180 días, supuestamente brindó tiempo suficiente para su socialización y adecuación en las comunidades escolares. Sin embargo, su implementación genera diversas interrogantes y conflictos que merecen una reflexión crítica.
En primer lugar, es innegable que el derecho de la infancia a una alimentación sana y balanceada está debidamente respaldado en la legislación vigente. En este sentido, la preocupación por el alarmante problema de salud pública derivado de una mala alimentación es completamente válida. La creciente incidencia de enfermedades como la obesidad infantil, la diabetes tipo 2 y los trastornos metabólicos ha encendido las alertas en diferentes sectores de la sociedad. Adicionalmente, se ha puesto en entredicho la influencia de la industria alimentaria en la configuración de los hábitos de consumo, promoviendo alimentos ultraprocesados de escaso valor nutricional.
Por otro lado, es imperativo reconocer que los hábitos alimenticios han cambiado significativamente en las últimas décadas. Con el auge del globalismo comercial, hoy se tiene acceso a una gran variedad de productos que, en muchos casos, no son ni locales ni saludables. Aunado a esto, la realidad económica de muchas familias obliga a ambos padres a trabajar jornadas completas, lo que ha disminuido la preparación de comidas caseras y favorecido el consumo de opciones rápidas y empaquetadas. En este contexto, es válido preguntarse si la solución radica exclusivamente en la prohibición de ciertos alimentos dentro de las escuelas o si debería contemplarse un enfoque más integral que abarque la educación alimentaria desde el hogar.
Más allá de estas consideraciones, el aspecto más controversial de esta medida es la carga adicional que representa para el magisterio. En la actualidad, el rol del docente se ha ampliado hasta límites insospechados. No solo se espera que sea un experto en procesos de enseñanza y aprendizaje, sino también un especialista en inclusión educativa, un psicólogo que brinde contención emocional, un perito forense para detectar posibles casos de violencia infantil y, recientemente, un observador de síntomas de enfermedades contagiosas. Ahora, además, se le asigna la responsabilidad de ser un especialista en nutrición, vigilante de la ingesta de alimentos de sus alumnos y promotor de hábitos saludables dentro de la comunidad escolar.
Ante esta situación, surge una interrogante fundamental: ¿qué papel está desempeñando el sistema de salud pública en este proceso? Resulta preocupante que, a pesar de la magnitud de los cambios que se avecinan, no se hayan implementado estrategias de acompañamiento por parte de las instituciones sanitarias. El Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), por ejemplo, tiene la obligación de promover la prevención en salud a través de campañas informativas. No obstante, hasta el momento, no se han observado iniciativas contundentes que busquen concienciar a la población sobre los beneficios y alcances de esta nueva normativa alimentaria.
De continuar con esta falta de respaldo institucional, es previsible que sean las escuelas, directivos y docentes quienes enfrenten en solitario los conflictos derivados de esta regulación. La resistencia de algunos sectores de la comunidad educativa, la desinformación sobre los criterios de selección de alimentos permitidos y la ausencia de alternativas viables para las familias de bajos recursos son solo algunas de las dificultades que podrían emerger.
En conclusión, la intención de fomentar una alimentación saludable en los niños es loable y necesaria, pero su implementación debe ir acompañada de una estrategia integral que involucre a todos los actores responsables. No es justo ni viable delegar esta tarea exclusivamente a los docentes sin contar con el respaldo adecuado de las instituciones de salud y de la propia comunidad. Si realmente se busca un cambio significativo en los hábitos alimenticios de la población infantil, es imprescindible que el sistema de salud asuma un papel activo en la educación y prevención alimentaria, garantizando así un impacto positivo y duradero en la sociedad.
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